lunes, 25 de junio de 2012

Mi madre siempre ha sido una mujer de refranes; uno de los tantos que me ha enseñado es el que dice que "el que mucho abarca, poco aprieta" . Hace años, un día cuando las prisas en llegar al tabajo me hicieron despistarme y saltarme un ceda el paso y tener casi un accidente, esas palabras retumbaron en mi cabeza cuando del coche que me rozó salió gritando un hombre que dijo ¿En que ibas pensando?. Esa pregunta me ayudó a reflexionar y ver que mi cabeza estaba llena de demasiadas cosas. Estudiaba una segunda carrera, trabajaba como coordinadora de una unidad de psiquiatría, ejercía de ama de casa, daba clase como profesora asociada en la universidad y me quedaba tiempo para hacer un master los sabados. Reconocí entonces en aquel incidente un aviso que si no disminuía ese ritmo acabaría sintiendo ansiedad. Y efectivamente, ésta hizo su presencia aprovechando fisuras pasadas y grietas que todos poseemos en nuestras vidas.

Cuando queremos hacer demasiadas cosas en el menor tiempo posible no disfrutamos nada de lo que hacemos o logramos, pues siempre hay una parte que queda pendiente por hacer y nuestros objetivos son tan altos que todo nos parece insuficiente. Con frecuencia, al conseguir o finalizar un objetivo, pensamos acto seguido en la próxima tarea que debemos realizar. Creemos dominar el tiempo, y por eso lo llenamos de actividades para, en teoría, ser felices, y pasamos a ser dominados por una ansiedad, difusa al principio, que se convierte en algo cada vez más incómodo que no sabemos cómo se ha instalado en nuestras vidas ni le encontramos explicación.

Algunos actos anuncian la ansiedad: no ser capaz de esperar en la cola del supermercado, apretar varias veces el boton del ascensor o del ordenador al encenderlo, terminar frases del otro que nos parece que tarda en expresar, ponerme nerviosa ante la gente lenta... Cuando la ansiedad se instala, el agotamiento y malestar se apoderan de nosotros obligándonos a frenar ese vertiginoso ritmo que nos autoimponemos en un intento de ser aquéllo que se esperaba que fuésemos cuando solo éramos unos niños. Deberíamos preguntarnos a dónde nos dirigimos tan deprisa, dónde queremos llegar y por qué, para qué hacemos todo lo que hacemos si no nos hace felices. Creemos que dominamos nuestro tiempo y nuestras vidas, pero en realidad estamos dominados por una urgencia interior que actúa sin consentimiento de nuestro yo y procede de conflictos no resueltos.

Las prisas internas muchas veces no responden a una presión externa, son más bien un intento de huída de presiones internas que no queremos reconocer. Nuestros conflictos emocionales, la dificultad de mirar dentro de nosotros mismos asumiendo nuestras carencias, deseos no satisfechos y conflictos, hace que deseemos no pensar, y para ello no podemos pararnos, pues si lo hacemos deberemos asumir nuestos miedos y carencias. Escapamos de nosotros mismos ocultándonos tras actividades inacabables y objetivos que entretienen nuestras vidas para no apretar los miedos del niño que late en nuestro interior, y mientras tratamos de abarcar tanto, nuestras angustias no se aprientan y campan a sus anchas haciendo apariciones cuando descansamos un solo minuto. Por eso, como decía mi madre, "el que mucho abarca, poco aprieta".

No hay comentarios: